Día III
Hoy me despierto animada, con ganas de combatir la apatía y la inceridumbre. Me obligo a que no se me peguen las sábanas y las aparto de una patada hacia los pies de la cama. Desde que comenzamos el encierro no hago más que repetirme a mí misma que he superado una jornada más, que marzo entrará tarde o temprano en tiempo de descuento.
El cielo amanece bravo, revuelto, oscuro. Todo un alivio la verdad. Aunque incapaz de alejar de mi cabeza ese regusto amargo de lo que pudo ser y no fue. Si el presidente no hubiese comparecido ante la nación para cambiarnos la vida a todos de la noche a la mañana, seguramente estaría pateándome las calles de mi barrio, de mi ciudad, en busca del mejor chocolate con churros mientras vibro con cada mascletà, monumento o castillo de fuegos artificiales. Se me hace raro asomarme al balcón y no respirar la pólvora. Tengo tan interiorizadas las fallas que no concibo la solitud que ahora gobierna sobre el asfalto. Miedo en lugar de gente. Tranquilidad en vez de verbena. Silencio en donde debería reinar el ruido más atronador. Pero entonces observo el final de la acera desierta, la hilera de árboles que la adornan y esa bruma que de pronto se ha levantado a la altura del parque.
Sí, es doloroso haberse quedado sin la fiesta grande de nuestra ciudad. Seguramente quedará para los anales de la historia personal de cada uno, esa misma historia que posteriormente narraremos a las generaciones más jóvenes. Pero la fantasmagórica estampa de Malilla, acostumbrado al bullicio y a las risas de los niños a la vuelta de la esquina, residirá en mi retina hasta el fin de mis días.