Desde anoche sentí cómo se me revolvía el estómago, notaba cierta náusea que inicialmente achaqué a haber ingerido algún producto en mal estado. Pero, poco a poco, en las vueltas y revueltas durante la vigilia me fui dando cuenta de que la verdadera causa de mi malestar era la metabolización de un virus muy potente que se encuentra inmerso en la sociedad. Es el virus de la desigualdad, la desigualdad en derechos de la mitad de la población.
De manera tal vez egoísta se me revuelve el estómago cuando pienso que si no erradicamos este virus de la sociedad, mi hija pequeña cuando sea mayor, no tendrá los mismos derechos que mi hijo.
Me dan nauseas al pensar que mi hija, por ser mujer, no tendrá el mismo nivel de ingresos que sus compañeros hombres. Que, aunque tenga mayor nivel formativo, no llegará al mismo nivel socioprofesional por el maldito “techo de cristal”. Que la carga desproporcionada derivada de la falta de conciliación hogar-trabajo impida o dificulte sobremanera su existencia. Que cuando se encuentre en edad de jubilación (y yo ya no esté presente por motivos puramente biológicos) no dispondrá de una pensión acorde a su valía por las desigualdades que han lastrado su vida.
Me hierve la sangre al pensar que a lo largo de su vida, por ser mujer, pueda sufrir hostigamiento o acoso sexual y que las leyes que nos ponemos como sociedad no sean adecuadas ni suficientes para frenar la lacra de la violencia machista que sufren las mujeres.
Sin embargo, en estos tiempos convulsos en los que todo se acelera, pienso que si hacemos grandes esfuerzos en la dirección adecuada erradicaremos el virus de la desigualdad de género que afecta a la humanidad.