Hoy necesito asomarme a la ventana, aunque lo que mis ojos se topen con un paisaje de sobra conocido. En mi memoria nada ha cambiado. Sin embargo, me produce cierto regocijo pensar que, al otro lado de la terraza, la chispa ha prendido en la mente de algún vecino. Quiero y deseo que, aunque sea en estas circunstancias, algo en la cabeza de Manuel, Vicenta o José Antonio, por citar algunos nombres, se haya movido.
Que los esquemas que anteriormente reproducían se han desmoronado, como cajas dentro de un abarrotado trastero, como si el Tetris de su cerebro cortocircuitase de repente. Cambio, cambio y más cambio. Así lo creo, así lo sostengo y así lo defenderé siempre.
He dicho que necesitaba con urgencia que el viento azotase mi rostro en este soleado día. Llevamos tantas jornadas de lluvia y tormenta que en ocasiones pienso que vivo en un pueblo gallego y no en la ciudad de la paella, las playas y el terraceo.
Me pongo de cuclillas, apoyo mi barriga en el alfeizar, estiro los brazos, los sostengo en el aire. Quiero cerrar los ojos, imaginarme que mis manos acarician la arena del mar, la mejilla recién afeitada de mi pareja, las páginas de un libro inédito, las hojas del árbol más bello del parque o el frío cristal del mostrador desde el cual trataba de recuperar mayor confianza en mi misma.
El confinamiento nos va a cambiar la vida, para bien o para mal, y es algo que nadie puede rebatir. Eso sí, la explosión emocional que sentiremos cuando por fin seamos libres para pasear o coger el autobús porque sí va a ser digna de instantánea histórica.