Estos días nos asomamos más a la ventana que nunca. El coronavirus ha conseguido que algo tan simple se convierta en algo valioso. Imprescindible para la supervivencia emocional de muchas y muchos de nosotros. Las estampas son curiosas, similares a las de los grandes cuadros de la historia del arte.
Los más privilegiados disfrutaran de unas vistas de cara al mar, tal y como Dalí retrató a Gala apoyada sobre la verdosa repisa. Las familias parecen acercarse a ellas con curiosidad, así lo hacen las mujeres a las que Murillo retrató en 1670. De hecho, si nos fijamos bien, podemos apreciar como una de ellas se tapa la boca con el pañuelo que reposa sobre sus hombros. ¿Sería Murillo un visionario? Otras simplemente sirven al espectador para adentrarse en la cotidianeidad que encierra su interior, eso mismo quiso reflejar Vermeer retratando la cotidianeidad de una mujer vertiendo una jarra de leche, preparando alguna receta de cocina, bajo la tenue luz de una ventana enmarcada por un cesto de mimbre.
Los balcones, sin duda, son la otra alternativa para tomar aire, aunque sea por unos minutos. A veces podemos sentirnos como los Romeo y Julieta de Frank Dicksee si tenemos al amor de nuestra vida con nosotros durante el encierro.
Con problemas de overbooking a lo Manet en su famoso y parisino balcón. O con ganas de observar la calle luciendo nuestras mejores galas, al estilo de las majas de Goya: mantilla, vestido y la silla que no falte. En nuestro caso, da gracias que aparezcamos luciendo unos vaqueros cuando, la realidad es que el pijama y el chándal se han convertido en nuestro uniforme diario.
Hoy he salido por enésima vez al balcón con mi madre. Hemos contado las personas que llevaban o no mascarilla, observado la cola del supermercado, cambiado una maceta de sitio y hablado de cosas sin importancia.
En otras circunstancias esta anécdota no sería reseñable, ni se me ocurriría hablar de ella en una columna de un medio vecinal. Pero en tiempos de incertidumbre y enclaustramiento, se hace más necesaria que nunca.