Cuando Jaime era pequeño le encantaba subirse a la pasarela de Iturbi y observar el ir y venir de los trenes bajo sus pequeños pies. Disfrutaba de los momentos previos, cuando la estructura de metal comenzaba a temblar. “Tiene frío” decía desde la más tierna inocencia. Casi nadie se atrevía a subir, preferían esperar abajo para, una vez el cercanías pasase a gran velocidad, retomar su camino hacia Malilla o hacia la calle San Vicente.
Jaime era uno de los pocos temerarios que aún quedaban en este mundo. Capaz de entusiasmarse con el traqueteo, el ensordecedor ruido que a todos molestaba e imaginando sus lugares de procedencia.
Jaime sostenía que el de las 12:30 venía de la mismísima China, el de las 18:00 de París y el de las 21:00 de la noche de algún lugar recóndito del Polo Norte. La imaginación de Jaime no conocía límites. Tanto es así que sus compañeros de clase lo acusaron de mentiroso cuando en el colegio afirmó con rotundidad que había visto un colorido dragón en lugar de un tren sobrevolando las oxidadas vías. Por supuesto, aquella anécdota pronto quedó en nada, aunque durante un tiempo Jaime esperó paciente cada tarde a que la mágica criatura hiciese acto de presencia.
Pasaron los años y el niño creció hasta convertirse en un adolescente aplicado, algo deportista, pero con la imaginación todavía rebosante de ideas que no dudaba en plasmarlas sobre el papel. Desde su ventana, las vías hoy permanecen desiertas. La ausencia de pasajeros hace mella en el paisaje ferroviario del barrio. Pero Jaime no desespera, todavía tiene la esperanza de que el dragón, o un tren lleno de graffitis, algún día regrese y todo vuelva a ser como antes.