Alba Quintana, hija de los vecinos de enfrente, tiene diez años y es la niña más rápida del barrio. De pequeña ya mostraba inquietudes deportivas ya que, según sus padres, nació moviendo las piernas. Era tal su agilidad e ímpetu que dejó pasmado a medio personal sanitario de la planta de maternidad. En cuanto empezó a dar sus primeros pasos, la pequeña Alba decidió que eso de caminar tranquilamente por el parque no iba con ella, así que se arrancó en una inesperada carrera que pilló a sus padres completamente desprevenidos.
Pronto se ganó toda clase de variopintos, y hasta fraguó la leyenda de que iba a todos los sitios corriendo porque jamás había aprendido a andar, lo cual en parte era cierto. Al parque, a la academia de inglés, a la piscina, al colegio. A todos ellos acudía a la mayor velocidad posible. Incluso la propia Alba llevaba su propio registro de marcas, las cuales apuntaba escrupulosamente en su agenda ayudada por el reloj que colgaba de su muñeca. Su mayor récord: veinte segundos recorriendo la distancia que separa la panadería de la casa de sus abuelos.
Nadie podía con ella. Ni siquiera en la escuela. Cada vez que la profesora de educación física organizaba carreras de resistencia o velocidad, Alba siempre era la más rápida y la que más medallas de cartón recibía, lo cual despertaba admiración y envidia a partes iguales entre sus compañeros de clase.
Cuando el presidente anunció el confinamiento se puso triste. Ya no podría seguir registrando sus logros como antes y el ir de la cocina al comedor y de ahí a la habitación no le parecía el plan más emocionante del mundo. Así que decidió adaptarlo e ir realizando pequeños esprints por toda la casa para desgracia de sus padres. Ambos teletrabajando y con los maratones de su hija como banda sonora en estos días de cuarentena.