Lucio. Así se llama el perro de mis vecinos. Lo se porque todos los días le llaman la atención por cualquier cosa, hasta por la tontería más mínima. Muchas noches el pobre animal se las pasa a fuera, en la terraza interior, sollozando, implorando a sus dueños un poco más de atención.
Con quien mejor se lleva es con Marcelino, el abuelo, quien se encarga de sacarlo a pasear siempre al mismo lugar. Y es que el descampado entre edificios situado al lado de la gran avenida es el lugar favorito de Lucio. Allí puede correr y jugar con otros perros de su misma u otra especie con la certeza de que Marcelino tardará en anunciarle la vuelta a casa. Como siempre va sin reloj, las salidas suelen ser una fiesta para goce y disfrute de su frenético espíritu.
Ahora que es obligatorio quedarse en casa y que Marcelino no puede salir a la calle por pertenecer a un grupo de riesgo, todos se pelean por sacarlo a pasear. El pequeño, la madre, la hermana mayor, el padre. No hay día en el que alguno de sus miembros discuta al respecto.
Ante ese panorama, Lucio disfruta de lo lindo. Por fin recibe toda la atención que el cree merecer. Si hasta ha conseguido colocarse en el centro de muchas conversaciones. No podía estar más feliz.
Sin embargo, y en contra de sus mayores deseos, las salidas al exterior son cortas, rápidas y sin contacto con ningún otro perro del barrio. Ya ni siquiera visitan el tan ansiado descampado, ahora debe conformarse con dar la vuelta a la manzana o avanzar unos metros hacia el final de la calle y volver.
Por las noches, en la soledad de su cesta, Lucio se pregunta hasta cuando durará esta situación tan excepcional, y lo más importante, cuando podrá volver a correr tras una pelota sintiendo la luz del sol sobre sus pequeñas patitas. Las emociones acumuladas lo vencen en un profundo sueño, ignorando que el gobierno acaba de prolongar el estado de alarma otros quince días más.