Cuando era pequeña me encantaba mirar al cielo. No era nada del otro mundo teniendo en cuenta que todas y todos lo hemos hecho alguna o más veces a lo largo de nuestra vida.
En mi caso recuerdo elevar mis ojos hacia el cielo, hacia esas nubes cuyo movimiento, por su extrema lentitud, conseguía en ocasiones desesperarme. A veces me imaginaba que competían entre ellas por ver quien ganaba en esto de ser la más rápida dentro de sus posibilidades. Unas veces tenían forma de helado, otras de corazón, pero la mayoría de veces creía ver seres fantásticos de dos cabezas o con una nariz enorme sobrevolando mi cabeza.
Hace poco creí ver un pequeño globo rojo surgir de entre ellas, como una extraordinaria aparición. Recordé entonces la famosa canción de los 80 que había escuchado por casualidad unos días antes en la radio, la que decía algo así como: “Tú y yo en una pequeña juguetería compramos una bolsa de globos con el dinero que teníamos y los liberamos al romper el día hasta que uno de ellos se fue.”
Hoy, cuando me asomo al balcón, el cielo está enmarcado entre los edificios colindantes, lejos de lo que atesoro en mis recuerdos. Acudo inmediatamente a las fotos. En ellas el cielo parece más azul, más profundo, menos limitado. El lugar perfecto en el que poder dejar libres los 99 globos rojos, o lo que es lo mismo, nuestra propia imaginación.
Ojalá sobrevolarlo, aunque sea a través de los sueños.