Mientras llegan noticias, por el momento un tanto confusas, de cómo se producirá la tan ansiada desescalada, muchas y muchos de nosotros hemos descubierto las virtudes de, por ejemplo, leer en el balcón. El mío no es muy grande, hasta da un poco de vértigo. Pero las plantas y macetas disimulan un poco ese inconveniente, haciendo de él un espacio provisional donde poder detenerse a pensar.
Últimamente, mientras desgasto las baldosas anaranjadas que me sostienen en el aire, pienso en la primavera perdida, esa que no hemos podido disfrutar por culpa del confinamiento. El balconeo – que no terraceo – está muy bien para respirar, que te de un poco el sol y para despejarte cuando tienes un mal día. Pero todas y todos sabemos que no es suficiente.
Necesitamos sentir peso de nuestro cuerpo sobre el asfalto o sobre la tierra del parque. Caminar sin temor a ser multados por donde queramos. Oler las flores, el pan recién hecho, las hojas húmedas tras la tormenta o las páginas de un libro nuevo. Urgen abrazos, besos, caricias, choques de mano y conversaciones improvisadas. Apremia una cerveza bien fría en compañía, el sabor de las palomitas mientras vemos el estreno del año, ese viaje que tanto tiempo hemos pospuesto, entrar en cualquier lugar para simplemente observar. La hierba está más alta, no me lo figuro, lo se, y espero poder pronto volverla a fotografiar. Dicen que vamos hacia una “nueva normalidad”, que nada volverá a ser lo mismo, que hasta que la vacuna no llegue para quedarse nuestro mundo deberá adaptarse a las circunstancias. Egoísta de mí siento alivio, pero también terror.
¿Es posible que, por primera vez en la historia, el verano del 2020 sea literalmente el más triste? ¿Iremos a la playa? ¿Nos separarán unas mamparas de cristal del resto de bañistas? ¿Podremos salir a cenar? ¿Tendremos que hacer cola para entrar en cualquier lugar? ¿Podrá guardarse la higiene entre arena y agua salada? ¿Cuántas parejas romperán por culpa de estas medidas? ¿Quién las indemniza? ¿Alguien ha pensado en ellas? Y lo más importante ¿Habrá canción del verano? ¿Y si la hay, cómo controlarán a los pelmas de turno que la pondrán a todas horas? ¿Implantarán entonces una distancia de seguridad entre cansinos e individuos hartos?
Preguntas que, por supuesto, ni siquiera el presidente del gobierno sería capaz de contestar.