Referirse a algo acontecido varios meses atrás es, en tiempos de encierro, sinónimo de años luz. Eso mismo sentí al recuperar de mi teléfono una fotografía del pasado invierno. Había llovido mucho, o como los meteorólogos dicen, una DANA sacudió con fuerza la ciudad de Valencia. Provocando pequeñas inundaciones, que se suspendiese parcialmente el trasporte ferroviario y consiguiendo que miles de personas se lo pensasen dos veces antes de salir a la calle. Un poco como ahora, pero sin un virus y con más capas de ropa.
Recuerdo volver al lugar que descubrí aquel verano mientras daba un paseo en bicicleta, al desnudo árbol, superviviente de la expropiación, el paso del tiempo y a los distintos cambios en el barrio hasta aquel día. Torcido, en equilibrio y a punto de romperse. Sólo unas pocas y débiles raíces conseguían mantenerlo con vida en ese limbo entre dos realidades extremas.
Al verla de nuevo, pensé en la metáfora que aquel árbol derrengado representaba. Y es que si nos paramos a pensar, todos y cada uno de nosotros somos ese tronco, esas ramas, esas escasas hojas resecas, y por supuesto, esos anclajes a la tierra cada vez más podridos.
En definitiva, somos esa partida de ajedrez que, como la grandísima película de Ingmar Bergman, jugamos contra ese terrorífico ente invisible llamado muerte. El árbol como símbolo de la fragilidad humana, la brusquedad de los cambios y, por descontado, de nuestra experiencia colectiva durante la cuarentena.
¿Resistiremos? Seguramente, y no porque el Dúo Dinámico nos lo recuerde cada día a las 20:00 de la tarde. ¿Sobreviviremos? En la medida en que cada uno de nosotros sea responsable de sus actos, pese a quien le pese y por muchos llantos que eso provoque. ¿Qué pasará después? El tiempo lo dirá, mientras tanto solo queda esperar y aguantar bien esas raíces antes de que se rompan inexorablemente.