Crónica de sucesos:
En el día cuarenta y tres del confinamiento se produjo un acontecimiento novedoso, fantástico y peligroso según como se mire o la lente que nos pongamos para poder apreciarlo. Por fin, los niños menores de catorce años pueden salir a dar un paseo de una hora. Siempre y cuando fueran acompañados de un adulto mayor de edad y respetando la ya mencionada distancia social. Si hasta podían llevarse un juguete a la calle, con la condición claro está, de desinfectarlo una vez volviesen a casa.
El anuncio recibió doble respuesta. Por un lado, los que aplaudieron hasta con las orejas la medida. Y por otro, los que con escepticismo opinaban que era una medida precipitada y que podía tirar por tierra el esfuerzo de semanas. Fuera como fuera, lo cierto es que ayer salí un rato al balcón y pude comprobar como los gritos, las carreras – medianamente prudentes – y las bicicletas infantiles volvían de nuevo a reinar sobre el asfalto. Mis ojos observaban responsabilidad dentro de la realidad, y en cierto modo, no pude evitar sentir pena y lástima por los pequeños. Aunque sinceramente ya les tocaba un poco de aire fresco tras más de un mes sin poder salir a jugar a la calle.
Sin embargo, y lejos de parecer una estampa de lo más idílica, justo debajo de mi balcón, unos cinco adultos – todos ellos varones – improvisaron una mesa de bar sobre una papelera. Sí, habéis leído bien, sobre una papelera enganchada a una farola. Estaba claro que habían quedado previamente y por lo que pude deducir de su conversación no estaban muy contentos con esto de quedarse todo el día en casa. Por no hablar de que, en un gesto tan ingenuo como irresponsable, algunos de ellos se apoyaron sobre el capó de un coche aparcado al lado de su improvisado almuerzo. No me quiero ni imaginar lo que hubiera pasado si la o el dueño del vehículo hubiese aparecido en ese momento. Seguramente ardería Troya.
Desde la ventana, una vecina del edificio de enfrente asistía a la escena con la misma incredulidad. Se me pasaron tantas cosas por la cabeza, tantas palabras que me niego a reproducir, de lo graves que son, tanta rabia que quise en aquel momento expulsar.
Aún así, y tras el cabreo monumental, pensé que aquello era la excepción, que la gente en general había respetado las normas. Y así seguí, en mi mundo de fantasía, hasta que vi las imágenes del Llit del Turia atestado de padres, madres y niños irresponsables. Fue entonces cuando la sangre comenzó a hervirme dentro de la olla a presión en la que se había convertido mi cuerpo.
La historia lo demuestra. Si Estados Unidos es el país de las primeras oportunidades, España es el de las segundas, las terceras, las cuartas (así hasta un largo etcétera). Así que no seamos cafres y aprovechémoslas. Tal vez aún estemos a tiempo de bajar la curva y salvarnos de un segundo confinamiento. De lo contrario, ya me veo un año sin verano.
Hasta quienes lo cuestionan o pasan olímpicamente de las medidas de prevención sudan, tienen calor y sufren las consecuencias del horno valenciano. ¿No debería por ello constituir el mayor argumento disuasorio para hacer las cosas bien y dejarse de chorradas? Fin de la cita.