Eran las siete y media de la tarde en el descampado. Habíamos bajado apresuradamente, demasiado rápido tal vez. Nos miramos a los ojos, el recuerdo del color de su iris me persigue cada vez que apago la luz de la habitación antes de dormir. El beso que vino a continuación fue largo. Sabíamos que estaríamos mucho tiempo separados, así que quisimos atrapar aquel instante enredándonos entre saliva y pequeñas caricias en la mejilla. Finalmente nos abrazamos. Quería que el peso de su cuerpo quedase impreso en mi piel.
Aún recuerdo esa sensación de desazón y tristeza que sacudió mis huesos por dentro. No sabíamos el tiempo que íbamos a estar separados, pero en el fondo ya intuíamos que la cosa iba a ir para largo. Al menos es lo que días más tarde, como una bofetada, tuve que asumir casi con dolorosa resignación. Tras aquellos segundos eternos de espontánea unión se metió en el coche y se fue. Lo seguí con la mirada, corrí tras él, hasta que el semáforo se tornó en el color del bosque.
Aquel fue el último abrazo que di antes de la cuarentena – refirámonos a ella, ahora sí, con la palabra que toca – y últimamente no hago más que rememorarlo una y otra vez. Seguro que no soy la única, seguro que más de uno os habréis sentido identificados con estas emociones, con estos pensamientos, con este peso en el pecho que parece hundirnos cada vez que evocamos a la última persona que estrujamos contra nuestro cuerpo.
Desconozco como será la realidad dentro de quince días – fecha en la que, por fin, sabremos cual será nuestro destino como sociedad confinada – pero ojalá (y reiteró el “ojalá”) podamos volver a entrelazar las manos, posarlas sobre la espalda o simplemente fundirnos de nuevo en la plenitud de un deseado abrazo.