La calle está bañada por el sol y tímidas voces risueñas. Los ruidos de las ruedas de los juguetes y las cuerdas golpeando la acera opacan el fragoroso zumbido del helicóptero que merodea el cielo raso. Los niños y niñas juegan, algunos incómodos, bajo la atenta mirada de sus progenitores y espectadores anónimos desde las tribunas de los edificios. Las mascarillas y los guantes también rompen la cotidianidad del juego, curioso y nuevo para algunos, opresivo para otros.
Estas miradas van cargadas de sonrisas desde muchos corazones ancianos, colmados de gozo, viendo como rompen su cautiverio en una situación que ni muchos comprenden. Otras, en cambio, son lanzadas con recelo. Adolescentes sin autorización gubernamental para pasear, adultos con necesidad de movilidad o personas temerosas ante una posible desescalada precipitada que merme los avances. Paradójicamente, los perros tienen mayor libertad de esparcimiento (acorde a su necesidad) que un adulto común.
El apelativo de «héroes» está siendo forzosamente sobreexplotado, incluso bajo la opinión de sanitarios y profesionales que ejercen su trabajo a diario contra la situación actual. Esta designación desmedida y llevada al extremo en tantas ocasiones tan sólo se corresponde con una quimera en tiempos de cólera. Huelga decir que los niños tampoco lo son, si bien debe reconocerse su mérito. Son el germen de la imaginación y, como tal, debe permitírseles ser aquello que deseen. Incluso héroes y heroínas.
El transcurso del tiempo en los próximos días probará el atino de este paso hacia delante. Demasiada valentía conlleva finales aciagos asiduamente, pero tampoco se puede explicar la vida de otra forma. Riamos juntos. Los niños no son un juego. Pero ellos adoran jugar.