En el mundo existen muchos tipos de puertas. Tantas como la imaginación de cada uno lo permita o el empeño que pongamos en verlas donde en realidad sólo hay pared y gotelé.
Hay puertas de más de dos metros, como las de los castillos medievales, y puertas por las que solo un gato errante puede entrar. Las hay de piedra, de adobe, de chamizo, de ladrillo, de cristal, franqueadas por barrocas esculturas de hierro, presididas por una interminable enredadera o, las menos afortunadas, sin personalidad alguna. Existe esa clase de puerta ante las que te detendrías unos minutos para contemplar sin saber exactamente lo que la hace tan especial. Otras en cambio pasan totalmente desapercibidas al ojo humano. Las apestadas deberían llamarse.
Y sin embargo, aún existe una clase más. Las que se salen de la norma, las que proyectan una luz sobre el curioso paseante, las que simplemente son huecos en medio de un lugar a medio construir, plagado de graffitis y un horizonte de triciclos oxidados al fondo. La estampa no es muy halagüeña pero, ojalá volver a ellas, a observarlas mientras dejamos correr las manecillas del reloj.
¿Quién sabe? A lo mejor de ellas regresa Alicia del País de las Maravillas, o ese vecina a la que, sin importar su nombre o circunstancias, te alegras de que al menos cruce su umbral.