¿Sabes esa sensación de despertarte por falta de aire en tus pulmones? ¿Esa en la que sientes tu pecho oprimido bajo las ballenas de un corsé? ¿La misma que experimentaste ayer, anteayer y la semana pasada?
Eres incapaz de levantarte de la cama. El miedo te ancla, como un clavo, al colchón. Único lugar del mundo en el que puedes permitirte el lujo de soñar más allá de los muros. Para cuando consigues incorporarte crees tener Coronavirus. No es descabellado. Estás cansada de oír por la televisión que uno de los primeros síntomas es la dificultad para respirar. Entras en pánico. Te tumbas en el suelo de la cocina, en posición fetal, dudas entre llamar al teléfono que lleva colgando de un imán de nevera desde que empezó todo o esperar con los ojos cerrados a que sean las nueve de la noche para poder hacer un maratón de Star Wars sin peligro a que el comité de emergencia te amargue más la existencia.
Al final decides ponerte en pie y avanzar hacia la ventana del salón, la más grande de la casa, desde la que mejor se contempla la nada y todo. Abres las cortinas, un rayo de luz atraviesa la mesa y los muebles repletos de libros a la espera de ser leídos. Permaneces unos minutos allí, alargando tu cuello, extendiendo tus brazos, cual lagartija del desierto.
Por fin, una sonrisa se dibuja en tu rostro. Sabes que es efímera, que a la mañana siguiente volverá a girar la rueda, pero al menos has podido vencer, una vez más, al invisible monstruo que acecha debajo de cada cama.
La vida tras el cristal es complicada, pero lo es más cuando, día sí día también, confundes los síntomas del virus con la ansiedad.