¿Alguien se ha percatado de que desde que llevamos ocultos en nuestras cuevas de ladrillo no ha dejado de llover? ¿Habrá sido casualidad? ¿O nos dejamos convencer por todas esas teorías conspiranoicas que han ido brotando, como setas, en el campo llamado Internet?
Sea como sea, lo cierto es que hace días que el sol no se ha atrevido a asomarse por estos lares. Tal vez tenga miedo, como todos nosotros, y oculto guarda cuarentena a la espera de buenas noticias. Esas que casi nunca llegan y si lo hacen es a cuenta gotas, en pequeñas capsulas, en pastillas que no logran quitarnos de la cabeza esa sensación de angustia y desanimo generalizado.
Visualizo los colores anaranjados de una puesta de sol tras los edificios a medio construir de la Avenida y se me antojan lejanos. Su calidez me reconforta, al igual que rememorar el paseo de aquella tarde estival por el parque nuevo.
Me consuelo pensando que todo eso regresará en forma de primavera tardía, de deseado verano y de relajante otoño. Lo no vivido nos será devuelto, como esos atardeceres de periferia que, aunque contemplados mil veces, los recibiremos con los brazos abiertos y con nuevos ojos dispuestos a mirar más allá de lo cotidiano.
Eso sí, al menos nos hemos librado de unas Fallas pasadas por agua.