“No valoramos lo que tenemos hasta que nos lo arrebatan” meditaba esta misma mañana mientras recorría los pocos pasos que separan mi portal de la panadería.
La estampa que me encontré nada más atravesar la puerta de hierro me impresionó. Hasta entonces había imaginado realidades similares tras leer novelas postapocalípticas, “distópicas” como a mi me gusta llamarlas, en las que la población de pronto se había esfumado de las calles, dando paso a una realidad en la que sólo los animales, por fin, podían campar a sus anchas por en medio de la acera o entre edificios de más de siete plantas.
Por supuesto, al poner un pie en la calle, después de días encerrada, no vi a un cervatillo cruzar el paso de cebra como si tal cosa, tampoco a alguien que, como Will Smith en Soy Leyenda, se considera el único hombre vivo sobre la faz de la tierra. En lugar de eso conté a cuatro personas en total cuando, en un martes cualquiera, la calle estaría a rebosar.
Enmudecí, deseé que todo aquello fuese un mal sueño, que con un chasquido conseguiría despertar de esta sombría rutina. Pero también me hizo apreciar algo que había echado de menos, y es que por primera vez en mi vida, el molesto viento que despeinaba mi pelo, lo sentí como una bendición. Casi al mismo tiempo, y coincidiendo con mi rápida vuelta a casa, fui consciente de lo mucho que añoraba salir a la calle sin la necesidad de acelerar el paso, mantener la llamada “distancia social” o saludar a algún vecino del barrio.
“Hay que aguantar” me dije a la vez que aprovechaba los pocos segundos de libertad al compás de las primeras tormentas de primavera.