Hace unos días, en contra de mis convicciones más férreas, me sorprendí cambiando de canal en medio de un anuncio importante del gobierno. En aquella ocasión preferí reírme de las miserias y de la feroz crítica a la sociedad estadounidense de la que hace gala Los Simpson antes que prestar atención a las palabras de Fernando Simón. Una mezcla de hastío e impotencia provocaron que una servidora, ferviente defensora de la información por encima de todo, optase por dar rienda suelta a mis carcajadas al compás de la irresponsabilidad de Homer, la inteligencia de Lisa o las gamberradas de Bart.
En tiempos de crisis depositamos gran parte de nuestras esperanzas y pasiones en lo cinematográfico, como si los héroes de la gran pantalla pudiesen cobrar vida, sentarse a nuestro lado e inundarnos de la fuerza que necesitamos para seguir adelante, para no decaer, para sobrevivir un día más entre las cuarto paredes del salón.
Y por si fuera poco, internet nos empuja a hacer mil y un actividades cuando, en realidad, lo que deberíamos hacer es reclamar un momento para nosotros en medio de tanta hiperactividad. No hacer nada también es lícito y necesario, aunque éste sirva para pensar en nosotros mismos y abstraerse de todo agobio.
Y todo eso lo digo yo, que ya llevo cuatro libros leídos, una película visionada, dos series finalizadas – las dos muy recomendables por cierto – y que practico ejercicio prácticamente todos los días a través de una plataforma digital.
Incoherencias del encierro, pero también del siglo XXI.