Se acaba de cumplir una semana y un día desde que dejásemos de sociabilizar de puertas para fuera y todavía parece que vamos a permanecer enclaustrados otros quince días más.
No lo voy a negar, la noticia ha caído como un jarro de agua fría, ahogando las escasas esperanzas que todavía depositaba en un pequeño rincón de mi cabeza, tan diminuto que ha acabado aplastado por las malas noticias y una sensación de ahogo constante.
A veces me falta el aire, no hasta el punto de dejar de respirar, pero sí de mantenerme entre dos realidades opuestas. La de la dolorosa aceptación de la cruda realidad y la de hacer como si no pasase nada.
Al final de cada jornada, y sólo tras haber conseguido esquivar a los fantasmas de la desazón y el negativismo decido levantarme y dirigir mis ojos al cielo. A través del cristal, enmarcado entre blancas azoteas y adornado de balcones, repisas, cañerías y ropa interior.
Estoy convencida. Tras este encierro vamos a salir a la calle con una mirada diferente. Más pequeña, más analítica, menos periférica. Pero sabiendo apreciar esos mínimos detalles que antes creíamos insignificantes. La belleza de lo cotidiano se antepondrá y lo superfluo quedará irremediablemente atrás. Como una novela costumbrista, como un cuadro de mediados del XIX,
Pero hasta que eso suceda, miremos hacia el cielo.