Oigo sus gritos.
El gentío habitual de cualquier viernes al salir de clase. Como cohetes corrían hacia la cancha. Se pasaban la pelota entre ellos o simplemente se juntaban en pequeños grupos para cuchichear o jugar a un juego menos mayoritario. Aquellos eran los mejores, los que no necesitabas más que el poder de tu imaginación para creerte un dragón escupiendo fuego. Un gigante escalando montañas. Una pirata capitaneando el bergantín hacia los confines de la tierra.
La tierra servía como una improvisada cocina. El tobogán, una catapulta en medio de la batalla por saber quien se convertía, aquella tarde, en el rey del parque. El árbol, apoyo para ocultar los ojos, sin saber cuantos pasos habían avanzado tus amigos o si alguno había hecho trampas. La fuente, una fiesta de globos y risas en el verano más caluroso. Y los matorrales, la cueva de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones.
Ahora, cinco días después de que sienta el peso de las paredes sobre mis hombros, no escucho nada.
Absolutamente nada.