Emilio salió aquella mañana de su casa en dirección al huerto. Su barrio, el de Malilla, era por aquel entonces bastante singular, al igual que lo que sus ojos veían cada vez que recorría su propio terreno con paso ligero pero firme.
La tierra descansaba, húmeda, bajo el amparo de aquella humilde construcción de labranza. Su pared blanca como la cal resplandecía bajo el sol de medio día, mientras que su tejado rojizo parecía tostarse al igual que cualquier bañista en la Malvarrosa.
Se oía el relinchar de Bravura, el caballo que habitaba bajo aquellos muros. Alguna vez lo había visto en plena acción, trotando de un extremo a otro, levantando una enorme polvareda fruto del trabajo de tiro y arrastre. No habían surcos más perfectos que aquellos, en los que cualquier hortaliza podía brotar sin mayores dificultades. Normal que aquel huerto fuese el más cuidado y productivo de la zona. Bravura era la alegría, pero también la envidia de quienes no podían permitirse adquirir un animal para aliviar las duras tareas del campo.
Emilio era uno de aquellos desafortunados, pero lejos de sentir resentimiento, disfrutaba al hundir sus pies en la tierra y que sus manos estuviesen en constante contacto con su rugosa textura. Se había criado de puertas para el campo, como también lo hicieron su madre, su padre, su abuelo o su tatarabuelo. Para él trabajar la tierra era una especie de reencarnación, de vuelta a los orígenes, de poder rendir el homenaje que tu familia, una larga saga de agricultores, se merecía.
En el límite de su campo de visión, unos edificios de no más de siete plantas se alzaban en terrenos antes llenos de vida. A Emilio le apenaba la idea de que todo aquello se perdiese y que la especulación inmobiliaria, que por aquellos tiempos empezaba a ser una realidad, acabase devorando campos, casas y acequias centenarias.
Hoy el barrio luce de otra manera, más asfalto en lugar de patatas, lechugas, tomates y demás hortalizas de la huerta valenciana. Si Emilio hubiese vivido para verlo, tal vez lo contemplaría con tristeza e impotencia mientras una lágrima recorre su arrugada mejilla. Al menos sabemos que sus últimos pensamientos fueron para su familia, su huerto y por supuesto para Bravura.