El día ha amanecido gris y un estruendo me sorprende al otro lado de la pared. La temperatura ha descendido varios grados. Lo sé, ya no necesito rozar el cristal con la yema de mis dedos. De un tiempo a esta parte me he convertido en una experta de la meteorología urbana.
La lluvia cae incesantemente, como balas saliendo de una metralleta. Lejos de agobiarme, su incansable sonido me relaja. He depositado demasiada fe en ellas, y por extensión, en cualquier fenómeno de la naturaleza que se salga de la norma. Aunque me sepa de memoria la frecuencia con la que las gotas impactan contra las terrazas de los edificios.
Aún así, no puedo evitar sentir un nudo en el estómago. Me preocupa el virus, claro que sí, pero mi cabeza sólo teme a la incertidumbre, al después de la pandemia, a lo que quedará o cambiará una vez se levanten las restricciones. Eso sí que da miedo.
Hoy he escrito sobre el empañado cristal de mi habitación “Hola mundo”, pero perfectamente también podría haber sido “Socorro”, o “Ánimo”, o “Un día menos”. Los días de tormenta consiguen relajarme, pero en circunstancias así, la montaña rusa emocional tiene demasiados altibajos.