Entre las tres y las cinco de la tarde el sol entra como un foco en mi habitación, impactando sobre el colchón y la mesita de noche. Es matemática pura. Cada día nos peleamos por aprovechar ese intervalo de tiempo para sentir el calor sobre el rostro. Como si de lagartos se tratara. A veces pienso que hemos metamorfoseado y que en cuestión de días las escamas cubrirán nuestro cuerpo. Seremos una raza de lagartos capaces de hablar y de andar sobre dos patas. El sueño de cualquier amante de la ciencia ficción.
Está claro que el confinamiento obligado está transformando a las personas. Por fin se visibiliza la desigualdad en cuanto al reparto de tareas en el hogar. La prevalencia de los anticuados roles de género. La importancia de observar, escuchar, empatizar, asumir y actuar. Quien trabaja habitualmente fuera de casa se ha encontrado con una realidad que o bien desconocía o bien nunca ha querido reconocer. Yo me inclino más por esta segunda opción. Éstos parecen andar de aquí para allá, como pollo sin cabeza, sin saber exactamente qué hacer. Han pasado tanto tiempo fuera de casa que casi todo les agobia. Por eso siempre son los primeros en apuntarse a bajar la basura, sacar al perro o ir a la compra.
No obstante, ni siquiera los medios de comunicación parecen acordarse de quienes antes de que todo esto pasase ya estaban ahí, en casa, trabajando desde la invisibilidad más ingrata. La imposibilidad de salir a la calle se ha convertido en un drama de proporciones épicas, y sí, lo es, pero no nos olvidemos de quienes ya realizaban sus actividades laborales desde el hogar.
De esos autónomos o falsos autónomos que llevan años currando desde la mesa del comedor. De esos escritores – sí, también es una profesión – que se pasan horas frente al ordenador tratando de buscar las palabras perfectas con las que poner punto y final a esa ansiada novela. Y por supuesto, de esas amas de casa (y uso el femenino porque a la vista está que ellas son por desgracia mayoría) acostumbradas a que nadie valore su trabajo y para las que la pandemia no supone ningún cambio radical en sus vidas.
Antes el mundo se dividía entre los que salían a trabajar y los que se quedaban a trabajar. Ahora que estamos todos en nuestros pisos, obligados a apreciar otras realidades más allá del ombliguismo crónico, nos lo pensaremos dos veces antes de soltar frases que en otro contexto tildaríamos de “cuñados”.
No poner un pie en la acera así porque sí es una tragedia, pero la verdadera tragedia es que nadie, absolutamente nadie, se acuerde de ti.