Mientras trazaba las líneas de lo que iba a ser mi próximo microrelato no pude evitar acordarme del año sin verano. También conocido como “el año de la pobreza”, “el verano que nunca fue” o “el año que no tuvo verano”. Sea cual sea el término con el que lo definamos, lo importante es saber que el 1816 fue de todo menos corriente.
Todo empezó en la pequeña isla Indonesia de Sumbawa, donde su volcán más activo, el Tambora, hizo honor a su nombre entrando en una estruendosa e histórica erupción, la más grande desde que se tienen registros.
Cuentan que de aquel brutal fenómeno de la naturaleza se vertieron a la atmósfera toneladas de polvo, cenizas y dióxido de azufre; las cuales comenzaron a viajar por todo el mundo cubriendo de oscuridad los azulados cielos. Ante la dificultad de que los rayos del sol se colasen entre la ennegrecida neblina, las temperaturas cayeron en picado, malográndose de este modo gran parte de la cosecha que debía estar lista para los meses estivales. Las quemas controladas por parte de los agricultores se convirtieron en el paisaje habitual, sobre todo en los países del norte de Europa, y los pocos productos que habían sobrevivido al desastre triplicaron sus precios en un momento especialmente crítico socialmente.
Este desajuste climático pilló por sorpresa a cinco escritores que pasaban el verano de 1816 en la Villa Diodati – mansión conocida por albergar reuniones de artistas y académicos de la época – entre borracheras y delirios de grandeza.
La lluvia caía sin cesar, a duras penas salían al césped del jardín, por lo que el aburrimiento y la desazón comenzaba a apoderarse de los presentes. El confinamiento se antojaba duro. Hasta que una noche, el anfitrión, un tal Lord Byron – más famoso por sus líos de faldas que por sus poemas – propuso a los presentes el reto de escribir la historia más aterradora.
Ahora, doscientos cuatro años después, los amantes de la buena literatura no nos cansamos de dar las gracias al poeta británico, ya que de esta improvisada apuesta salieron dos de las más grandes novelas de terror de todos los tiempos: Frankenstein de Mary Shelley y El vampiro de John Polidori.
Ella hasta, ese momento, la escritora a la sombra de su marido Percy Bysshe Shelley, y él, el médico de confianza del propio Byron que acabó suicidándose años más tarde, entre otros motivos, por la usurpación de la autoría de su novela por parte del poeta.
La vida de ambos escritores por tanto cambió para siempre. Si para Polidori significó un camino rápido hasta la tumba, para Shelley su criatura la catapultó directamente a la eternidad.
Desconozco si de este encierro saldrá la heredera o heredero de Shelley, si muchos autores verán frustrados sus intentos por escribir una gran obra o si el Coronavirus inaugurará un nuevo género literario o cinematográfico. El tiempo lo dirá.
De lo que sí estoy convencida es que estamos, irónicamente, en un momento de obligatoria retrospección que desde el ámbito que amemos debemos aprovechar al máximo. Escribir, aunque sea de aspectos relacionados con lo que no podemos tocar, ver u oler, resulta una actividad terapéutica, reconfortante, excitante en ocasiones.
Y por favor, si una historia, por muy ficticia que sea, palpita en nuestro interior deseosa de que la vertamos sobre el papel, dejémosla libre. Que corra, que coja cuerpo, que genere debate, que sea leída por unos ojos diferentes a los nuestros.
Si Mary Shelley no hubiese estado segura de su historia y de lo que a través de ella quería plasmar, probablemente nos habríamos quedado sin la mitad de las y los escritores que actualmente triunfan en el mundo editorial. En eso consiste la creatividad, hasta en tiempos de reclusión.