Cuenta la leyenda que un treinta y uno de abril de hace cuarenta y cuatro años un niño del barrio desapareció en el interior de una acequia. Ninguno de sus amigos se lo explicó en aquel momento. Estaban tan entretenidos jugando a la pelota que no se dieron cuenta de que Ramón, que así se llamaba, había decidido explorar el entorno por su cuenta y riesgo.
Nadie escuchó nada. Ni un grito, ni un chapoteo, nada que pudiera arrojar algo de luz sobre el misterio. Pasaron las horas, las noches, los días, y el pequeño Ramón seguía sin aparecer. Sus padres, desesperados, no sabían a quien más acudir, dado que la policía no había sido capaz de encontrar alguna pista que les condujese a su hijo.
Al cabo de una semana, y de forma totalmente inesperada, Ramón emergió de las aguas ante el asombro y el susto de los presentes. Sin embargo, su aspecto infantil había dado paso a las canas, las arrugas, a una prominente barriga y a un vestuario totalmente moderno.
Ramón, que cuando cayó a la acequia contaba con siete años, observaba a su alrededor con la mirada de un hombre de cincuenta años. Dicen los que lo encontraron que enmudeció durante un año entero, hasta que, en el aniversario de su regreso, sólo fue capaz de pronunciar una única y extraña palabra:
– Coronavirus.
Pasaron varias décadas y aquel término siguió siendo todo un misterio. Hasta que, de golpe y porrazo, la gente y los medios de comunicación comenzaron a usarlo de manera habitual, rozando el exceso diría yo. Fue entonces cuando, los que quedaban vivos de aquellos sucesos, se dieron cuenta de que Ramón era un visionario. Eso, o que simplemente era un viajero en el tiempo y había encontrado el agujero de gusano en el fondo de la acequia hoy sepultada por las obras.