Le gustaba tumbarse boca abajo mirando al interior del pozo y gritar “eco eco…” y lanzar guijarros para escuchar la profundidad a la que se podría encontrar el fondo de la oquedad o si había agua en su interior.
Luego se levantaba y salía corriendo entre los campos de cultivo y en barbecho hacia el bosque próximo donde guardaba lo que él llamaba “tesoritos” que no era otra cosa que piedras de formas y colores curiosos y algunas raíces y maderas de pequeño tamaño, retorcidas y graciosamente alambicadas que la naturaleza había labrado azarosamente.
El bosque clareado, sin arbustos, estaba formado principalmente por grandes carrascas que abastecían de bellotas a un ganado conformado mayoritariamente por cabras y ovejas. Su abuelo le contó muchas historias sobre el bosque y sus formas de vida, que a su vez fueron transmitidas verbalmente por su abuelo y por el abuelo de este en eso que llaman la tradición oral, que no deja de ser más que el cuento vital que pasa de generación en generación y termina por quedar en el olvido.
Su abuelo, como decía, le contó muchas historias sobre cómo vivián en las masías, sobre cómo sacaban a pastar a las cabras y ovejas por la bendita dehesa y cómo la lana que les proveían aquellos animales además de quitarles el frío, les quitaba el hambre en una suerte de sustento conseguido con el trabajo diario. Sí, por aquel entonces, decía su abuelo, la lana era un producto valioso al que venían a buscar desde lugares lejanos.
También le contó que con el paso del tiempo llegaron los cambios y el ganado no era suficiente para dar de comer a todas las bocas que formaban la familia. Una familia con cada vez más bocas que alimentar.
Tuvieron, como los vecinos de otras masías del entorno, que carbonear el bosque y dedicarse a cultivar cereal. Este cambio, que su abuelo recordaba lúcidamente, afectó a todos. Y tuvieron que modificar sus tareas y dedicarse a arar con mula una tierra pedregosa a merced del clima y de los episodios meteorológicos extremos que periódicamente les hacían perder parte o toda su cosecha.
Si hay algo que le gustaba al niño era jugar con su perro. Un perro flaco y alegre que corría ladera arriba y abajo conduciendo a las ovejas hacia los contadores donde su padre y su hermano mayor, de forma casi automática, se aseguraban que ninguna de las reses se había quedado atrás, entre las lindes de piedra seca que generación tras generación habían conformado el recinto que daría de comer a la familia.
Iba ensimismado en sus recuerdos mientras conducía su coche último modelo, con el que a diario se desplazaba desde su chalet en una urbanización de prestigio al trabajo en la ciudad y a llevar a sus hijos a un colegio británico también ubicado en la corona metropolitana de la ciudad.
Hoy, sin embargo, se dirigía hacia la masía que vio nacer a su padre, a su abuelo y al padre de este y al abuelo de su abuelo, meditaba sobre la dureza del lugar, del hambre de tierra que hizo que se abancalaran laderas imposibles y de cómo los cambios acontecidos en la forma de vida de sus ancestros había sido paulatina, obligándoles a tomar decisiones de índole económica que habían afectado paulatinamente a su sistema de vida, viviendo de lo que la tierra y su sudor les otorgaba en un circuito circular que se autorregulaba y que, finalmente, se encontraba en equilibrio.
Él fue uno de los pocos niños del pueblo que pudo salir y estudiar en la universidad y posteriormente la vida le condujo a un país distinto y lejano y toda esa experiencia le ayudó a percatarse de los cambios acaecidos en la tierra de sus ancestros y el paisaje de su niñez.
Durante el camino pudo observar las numerosas redes de infraestructuras, equipamientos, bienes y servicios que fagocitaba la ciudad, esa ciudad dispersa que disfrutaba y sufría. Esos movimientos pendulares que realizaba él y tantos otros como él día tras día en un proceso lineal e interminable por el sistema urbano.
Después de tantos años viviendo en un país distinto y lejano y otros tantos en la ciudad tentacular y dispersa en la que hoy día residía, regresaba a la masía de su niñez a acompañar a su madre y a sus hermanos en el funeral de su padre. Un padre que cambió por necesidad la agricultura y la ganadería extensiva por la cría intensiva de cerdos en una granja tecnificada como otras tantas que había en la comarca.
De forma imprevista y súbita paró el coche en un camino desde donde se vislumbraba la masía familiar. Bajó del vehículo, tomó un guijarro de la vereda y se dirigió con paso firme y decidido hacia unos matorrales. Cuando llegó se topó con el pozo de su niñez, del que ya sabía que era un ponor natural y característico de litologías calizas.
Una vez en la abertura se tumbó boca abajo y comenzó a gritar “eco eco…”, después lanzó el guijarro que llevaba en su mano al interior del pozo y comenzó a llorar.