Me percaté de su presencia una tarde mientras daba un paseo en bicicleta. Hacía calor y necesitaba descansar un poco las piernas antes de reanudar aquellas pequeñas píldoras de libertad sobre dos ruedas. Justo en ese momento lo vi, vi el gran árbol que, plantado en medio del descampado, destacaba mucho más que el edificio a medio construir situado justo detrás. A su alrededor, un campo de flores blancas, como surgidas de la nada.
Jamás había visto una imagen así en el barrio. Entre idílica y costumbrista. Típica de los paisajes de la periferia. Típica de aquellos lugares situados entre su pasado más reciente y el futuro que vendrá.
Sin embargo, algo lo hacía especial. Como si lo hubiese observado por vez primera, como si de pronto hubiese sido consciente de algo novedoso que, sin embargo, había permanecido allí toda la vida. No supe como explicarlo, pero eso a lo que hoy en día soy incapaz de ponerle un nombre en concreto, me empujó a acercarme a él. Situarme bajo su desnuda copa un largo rato y acariciar los surcos del tronco.
¿Cuántas cosas habrá contemplado desde su privilegiada posición? ¿Qué pensaría del tórrido verano que estamos atravesando? ¿Le gustará que los pájaros hagan nidos en sus ramas? ¿O por el contrario, por su papel dentro del ciclo vital, no tendrá más remedio que soportarlos a pesar de sus reticencias? Y lo más importante ¿Seguirá estando ahí cuando salgamos de nuevo a la calle? Ojalá poder comprobarlo pronto.