Navegamos a merced del viento dentro de una cuarentena. Las velas de nuestras carabelas tienen días en los cuales, están totalmente extendidas conforme a nuestro estado de ánimo y, otras veces, penden descolgadas a la mitad.
De cualquier forma, obramos en tanto a lo alcanzable en nuestras manos y esperamos. Aguardamos por una brisa que nos empuje y nos aleje de aquí. No todos viajamos en el mismo buque, pero lo hacemos de cerca y en conjunta expedición. En la Santamaría viajan aquellos más pudientes. Con mayor espacio y mejores vistas del horizonte desde el castillo de popa. También a los mandos, toman decisiones y son observadores del peligro.
En la Niña navegan el mayor grueso de personas. Encargados de hacer que el ánimo no decaiga y las velas estén completamente izadas. Expectantes, alegres y trémulos en ocasiones.
Delante de las otras dos naves, la Pinta. La más pequeña de todas. Y la más rápida. En ella surcan la cuarentena todas aquellas personas que, por su trabajo, se han vuelto esenciales y salen cada día a remar. Aquí es donde el salitre golpea más fuerte.
Las embarcaciones también robustas pero para avistar tierra hay que redimirse de la trastornada endeblez humana que nos caracteriza frente la crisis.
Todos podemos romper las olas, unos tras otros, cada cual con su particular cometido, pero navegando en una misma dirección. Porque todos podemos hacer algo por nosotros mismos. Y por los demás.