Oficialmente acabamos de entrar en el horario de verano. Ahora se hace de noche más tarde, y lo más importante, nos hemos ahorrado una hora de confinamiento. Sin duda, la mejor noticia de la jornada.
No obstante, este cambio ha traído consigo otra importante novedad. Al ser a las ocho de la tarde todavía de día, por fin nos hemos podido ver las caras. Y no me refiero metafóricamente, sino figuradamente. Antes, cuando el invierno traía consigo la oscuridad total, nuestras palmas se escuchaban, pero rara vez podías distinguir los rostros de quienes forman contigo el coro de emocionados agradecimientos. Ahora puedo observarlos, a cada una de ellas y de ellos, desde sus balcones, aplaudiendo con gran ímpetu.
Por fin veo las caritas de los dos niños pequeños del séptimo a los que saludo cada día desde un mi ventana en un cuarto piso. Ahora sí observo las calurosas despedidas, las breves conversaciones de balcón a balcón y hasta a quien se atreve a marcarse un baile al son del We are the champions de Queen o de cualquier pasodoble que suena al final de la calle.
Reconozco que esto último me produce cierta envidia. ¿por qué no tenemos un altavoz potente desde el que poder poner el Sobreviviré de Mónica Naranjo a toda pastilla? Está claro que no tengo visión de futuro.
En estos instantes pienso en la unión y en la fuerza que cada uno de nosotros demostramos y en las consecuencias que esto tendrá en el barrio a nivel colectivo. ¿Quién sabe? Ojalá los niños del séptimo me reconozcan por la calle. Aunque a estas alturas me conformo con que aparezca en sus recuerdos como la chica que a las ocho de la tarde les saludaba desde la finca de enfrente.