Día IV
Anoche soñé que regresaba a la casa encantada. No era un lugar especialmente tenebroso, ni siquiera una oscura leyenda sobrevolaba sus antiguos cimientos. Simplemente me gustaba pensar que en ella habitaba un halo especial. Como si el tiempo se hubiese detenido en seco y una invisible burbuja separase ambas realidades. La del mundo real y la de un hogar anclado en el pasado. La de los edificios de siete plantas y el recuerdo de cuando antes todo era campo, huerta y pequeñas construcciones de labranza.
De camino al instituto siempre me quedaba un rato observándola. Sus ventanas de madera, el portón que presidía la entrada, el tejado de ladrillo gris y sobre todo ese jardín más o menos acicalado. Por aquel entonces allí vivía una pareja de ancianos a los cuales vi sólo cuatro o cinco veces, una de ellas me saludaron desde la alambrada. No recuerdo sus caras. Las he borrado de mi memoria. Pero seguro que se sentirían unos privilegiados por vivir en aquella vieja casa de huerta.
Al estar cerca del patio del instituto, era habitual que de vez en cuando alguna pelota cayese en su jardín trasero. Unas veces regresaban a sus dueños, otras desaparecían misteriosamente. Las teorías empezaron a circular como la pólvora. Hasta llegué a pensar que existía un autentico cementerio de esferas deportivas tras sus muros. De tenis, de fútbol, de bádminton, de voleibol… Un museo privado al alcance de muy pocos.
La última vez que me detuve frente a ella la lluvia y el abandono habían hecho su trabajo ensuciando la pared, carcomiendo la madera y convirtiendo las cuidadas flores en un bosque de zarzas. Ahora son los gatos, guardianes de sus secretos, los que recorren las abandonadas estancias.
Anoche soñé que regresaba a la casa encantada. Tal vez por inercia, como consecuencia del encierro o por culpa de Daphne du Maurier.