Salgo a la calle tras varias semanas sin pisarla. Los guantes se agarran con fuerza a mi piel, los siento húmedos, como si flotasen en un mar de sudor. La mascarilla me ahoga, me empaña los cristales de las gafas y me hace sentir un agobio de enormes proporciones.
Pongo un pie sobre el asfalto. Quema. Ese ardor atípico se extiende por brazos y piernas. La frente comienza a poblarse de pequeñas gotitas a punto de deslizarse por mi cara. No entiendo nada. “Este tiempo es de locos” me digo mientras camino en dirección al quiosco. Me mentalizo de que voy a eso, al quiosco, y no a cruzar el desierto del Sahara ni a emprender una peligrosa misión en algún lugar perdido del globo terráqueo.
A mi lado cruza una persona. No la distingo, aunque creo que a pasado demasiado cerca, al menos así lo percibí. Al llegar al quiosco no encontré lo que buscaba, lo cual no deja de ser frustrante. “Al menos he conseguido pillar un poco de aire acondicionado” me consuelo.
La vuelta fue peor, con Lorenzo abrasando el mundo que domina bajo sus pies. Una nube de polvo caliente se alzó en la carretera. Un hombre desde el balcón, ataviado como John Wayne en sus mejores tiempos, echaba tranquilamente la siesta. ¿Simple casualidad? ¿O en cuestión de segundos aparecerá Clint Easwood al son de Ennio Morricone?
Yo no se lo que nos deparará la “nueva normalidad” pero permitidme un aviso para navegantes: por favor, haced caso a las recomendaciones, que si en mayo la mascarilla y los guantes ya se pegan a la piel, imaginaos en agosto. Ojalá me equivoque, pero si esto sigue así, además de la marca del bañador, tendremos que lucir palidez en manos y en la mitad del rostro.